Se había enterado de todo hace unos meses por unos correos que recibió. Uno de esos grupos de correos de antiguos compañeros de clase, o barrio que se forman al impulso del entusiasmo por la nueva tecnología que promete mantener lo que la distancia y el desencuentro carcomen, y que después van descubriendo que no es la tecnología lo que los une, sino el cariño; y cuando este se desvía y se llena de otros rostros y afectos, no hay tecnología que lo rescate. Así había pasado con el grupo de compañeros con los que estudió en la universidad. Ya él no los veía, pero había enviado su dirección de correo a alguna entusiasta compañera que formó el grupo. Incluso hubo una o dos reuniones bastante frecuentadas a las que no asistió. Y luego, una mañana, en su bandeja de entrada, ese correo que anunciaba que Flor estaba mal. No daba precisiones de su mal, pero no podía ser otra cosa que grave, pues no se anuncia por correo que alguien tiene gripe o sarampión. En este caso el medio era el mensaje. Luego de unas semanas, no recordaba cuántas, llegó otro mensaje que solicitaba ayuda económica para las medicinas necesarias. Lo recibió como lo que era, una medida desesperada. No recuerda qué pasó con ese correo ni se explicó nunca por qué él, que había tenido cierto éxito en una profesión en la que se languidece de pobreza, no había respondido de inmediato. Luego de ese correo, sin embargo, no pudo dejar de tener a Flor presente. Se la imaginaba con frecuencia en un oscuro dormitorio muy pequeño de atmósfera densa, protegido de la impiedad del sol, tendida en un lecho de sábanas revueltas y sucias, quejándose quedamente cuando nadie la veía, aunque serena cuando recibía visitas.
Después de eso, leyó, casi con obsesión, los esporádicos correos que fue recibiendo. Algunos informaban de recaídas e internamientos; otros, de restablecimientos pasajeros. Hasta que llegó el correo que pedía que la fueran a visitar. Ahí estaba la dirección, ahí las señas para llegar, ahí la conciencia de que estaba sólo a unas cuadras de su casa. Era una casa sin número, un lote dentro de una manzana. Las instrucciones mencionaban el kilómetro de la autopista y como referencia, el puente peatonal, … Las señas coincidían exactamente con los lugares desastrados que él recorría con las lunas levantadas y el aire acondicionado para ir a su parcela de olvido. Nunca buscó la casa. Nunca bajó las lunas para preguntar por dónde; nunca dejó que el aire polvoriento y caliente invadiera sus pulmones.
Ahora sólo le queda pasar por esa calle polvorienta donde su imaginación quiere que la casa de Flor se halle; casi a diario, en verano; unas tres veces al mes, en invierno. Pasar con las lunas subidas y el aire acondicionado, fresco, puro, incontaminado. Demorarse en recorrer esa calle como un ritual de disculpas y tratar inútilmente de imaginar cuál pudo haber sido su casa. Sentir el desasosiego creciendo en él, mientras la camioneta se balancea al compás de las irregularidades del camino; pero no bajar la luna, no preguntar, no acercarse, no buscar. Todavía puede presentarse y decir quién es, decir que aunque es tarde quiere presentar sus respetos a la familia; pero no lo hace. Cuando pasa por ese camino, va a su parcela de olvido y al olvido sólo se puede ir con las lunas subidas y respirando aire acondicionado.