domingo, 22 de octubre de 2017

Diario de una ausencia

Dos días antes

Mushu ha estado mustio y lento. A veces no termina su comida. Claro, Marisol ha regresado a Inglaterra luego de cuatro semanas con nosotros. Puede estar algo triste. Y además... la edad. Ya tiene 12 años. No es poca cosa para él.

Un día antes

Llegué a la casa. Mushu no me esperaba en la puerta. Lo vi, más que echado, desparramado en el piso de la sala junto al sillón. Lo llamé. No se movió. Me acerqué. Lo vi echado, demasiado echado, demasiado laxo, demasiado inmóvil. Me agaché. Lo acaricié lentamente. Pasé mi mano suavemente por esos lugares que sé que le gustan. Inútil. Echado, apenas moviendo los párpados, tratando de girar sus ojos hacia mí. Le digo palabras cariñosas. No mueve ni la cola. Son las 9 de la noche. Tengo que esperar al día siguiente para llevarlo al veterinario.


El día

La mañana fue un pasar por veterinarios radiólogos y ecógrafos. Había que esperar los informes, pero Mushu quizá pensó que no había nada por qué esperar. Cuando estaba visitando a mi papá, me llaman y me dicen que Mushu no respira. Vuelvo a casa. Me lamento por no haber estado ahí en sus últimos minutos. Me dicen que repentinamente en un momento, dejó de respirar. No es fácil aceptar que se ha ido. Esperamos junto a él, mientras aún está tibio, esperando que de pronto se pare, mueva la cola, ladre, lama mi mano... Esperamos... El entierro en el jardín fue digno y sentido. Unas piedras marcan el lugar.



Un día después

Me despierto en algún momento de la mañana. Es domingo. Desayunamos tarde en comparación con los días de semana. Mushu también... Pero no está. No tengo a quién servirle el desayuno. Mientras bebo mi café, un silencio de fondo me agobia. Me doy cuenta que no escucho el crujido de sus galletas al ser trituradas entre sus dientes ávidos. Solo mis sorbos de café invaden el silencio de la casa.

Dos días después

Llego a la cocina a preparar mi café. Han desaparecido las escudillas de Mushu. Parto al trabajo con el corazón encogido y dos tazas de café exprés en el estómago. Regreso a casa ya tarde. Es casi de noche. Trato de no hacer ruido para sorprender a Mushu con mi llegada, pero recuerdo que no está. Abro la puerta. La oscuridad es una roca negra y enorme. No hay movimiento alguno. Ni un ladrido, ni una sonriente cola. Escucho mis pasos.

Cuatro días después

Llego a casa un poco más temprano. Es hora de practicar un poco de guitarra. Afino la guitarra y al pulsar el mi de la primera cuerda, volteo a ver si Mushu, como siempre, escapa de puntillas del escritorio para no sufrir los estrépitos de mi impericia. Siempre consideré que Mushu tenía buen gusto por la música. En todos estos años de practicar guitarra nunca logré satisfacer su fino sentido de la música. Pero hoy su rincón está vacío.

Adiós, compañero.

miércoles, 16 de enero de 2013

¿Por qué aprender guitarra clásica a los 57 años?


Es definitivamente poco cuerdo empezar a practicar una disciplina tan exigente en tiempo y esfuerzo a esta edad. Entonces, ¿qué hago aprendiendo guitarra clásica? Más aún cuando me inculcaron eso de que si quería ser cura debía llegar a Papa, y siempre me hago unas ilusiones francamente ridículas y sueño que algún día seré una especie de prodigio musical admirado por medio mundo: el único guitarrista clásico que dominó el instrumento a los 80. Pero, claro, eso es el sueño. La realidad es terca, más terca que mis dedos que se niegan a pisar la cuerda adecuada, para desesperación de mi maestro -porque eso sí, la cosa es con maestro..., y del conservatorio- y la terca realidad nos enseña rápidamente que los sueños, sueños son.
Entonces, ¿por qué llevo ya más de un año aprendiendo guitarra clásica y torturando a mi esposa y mis hijas tocando interminablemente las únicas las tres canciones que me sé? (Ellas dirán que es sólo una la que me sé). Es más, ya me presenté en un pequeño recital y el resultado fue bastante modesto, para no ser muy duro con mi ego. Por tanto, ¿qué hace que siga pasando horas y horas tratando de descifrar corcheas y semicorcheas y "leyendo" música como se aprende a leer de niño, es decir, que cuando terminamos de leer una línea no nos acordamos de cómo empezaba? Es decir, ya pasó el momento en que la realidad me dio su par de buenas bofetadas, en que verifiqué que los sueños son eso: sueños. Entonces, ¿qué hago martirizando mis dedos, que sufren de incipiente artrosis?  Lo descubrí una noche, hace unas semanas.
Había tenido un día miserable en el trabajo, llegué a casa tarde, agotado y tenso. Como de costumbre entré al escritorio a dejar mi maletín y vi ahí mi guitarra... Y casi sin querer la cogí, me senté, la puse entre mis piernas adoptando la posición más perfecta para tocar... y toqué. Toqué las tres piezas que me sé. En realidad, no las toqué: las interpreté. Ahí me di cuenta de la diferencia entre tocar e interpretar.
Tocar no es fácil. Tiene sus retos. Pero es algo así como la música producida por una máquina. Sí, cada nota en su lugar, en su tiempo, en su volumen, pero... sin alma. Interpretar supone saber tocar; es decir, hacer todo lo anterior, pero, además, ponerle alma.
Yo no soy músico, así que me permito decir barbaridades. Aquí, probablemente, va una: para mí hay dos formas de interpretar. Una es partir del compositor. Estudiar su época, sus composiciones, su estilo y tratar de reelaborar lo que quiso expresar con su composición. Es claro que en esa reelaboración siempre habrá algo personal. La segunda forma de interpretar, es tomar la composición como pretexto para expresar lo que tienes dentro. En este caso, todo es personal.
Bueno, volviendo al punto. Esa noche, llegué agotado e interpreté esas tres únicas piezas que sé. Las interpreté expresando algo que tenía dentro. Había una especie de fuerza interior que me dictaba el tiempo, la sonoridad, los "pianos" y los "fortes", que no eran los de la partitura. Al finalizar, sentí que había tocado como nunca. No había cometido un solo error, la interpretación (entendida en esa segunda forma) era perfecta y mi música tenía alma. Me había sentido transportado a un espacio y un tiempo que no tenían ni espacio ni tiempo. Cuando acabé estaba agradecido, tranquilo, descansado...
Como era tarde, mi esposa y mis hijas dormían y no hubo otros testigos de ese momento realmente mágico.
Por eso aprendo guitarra clásica.

martes, 27 de diciembre de 2011

Ser profesor no es lo mismo que actuar




Muchos podrán pensar que por ser profesor uno es inmune a los temores y terrores de aparecer en público. Pues nada más equivocado. Es cierto que enseñar tiene algo de actuación; las clases que damos son, a fin de cuentas, una representación: la del personaje que nos inventamos para enseñar. Pero al final, esas pequeñas interpretaciones diarias van dirigidas a quienes despiertan en nosotros nuestros afectos y nuestra vocación de enseñanza. Van dirigidas al grupo casi familiar que se reúne entre un timbre y otro para ser cómplice y participante (y, además, participante obligado) de la representación de la clase del día; sea esta de redacción, de fotosíntesis o de la Segunda Guerra Mundial. Claro que nuestros estudiantes terminan siendo el público más exigente que puede haber. Ni modo, están condenados a ver la función casi todos los días. Y por eso, nos fuerzan a hacer siempre nuestras representaciones de de forma diferente, a cambiar de bromas, a variar nuestra forma de expresarnos, a ser impredecibles, a ser siempre distintos, a... en fin, a todo lo demás.
En cambio, hacer teatro es algo completamente diferente, pues supone presentarse ante un público que es distinto cada día, con el que no hay complicidad prestablecida, y con el que no podemos variar el libreto. Tenemos uno, y no podemos ser diferentes de acuerdo a las circunstancias.
Cuando Mariafé Ponce, en complicidad con Sandro Calderón, me propuso interpretar un papel en "Melocotón en almíbar" de Mihura, quedé paralizado por el pánico. Dos cosas me aterraban: una, ser capaz de soltarme y dar vida al personaje que debía representar; la otra, la peor, olvidarme de mis líneas en plena función; especialmente ahora que a mi tierna edad voy sintiendo que la memoria, que nunca tuve muy buena, comienza a serme ingrata.
El estreno de la obra, y mi estreno en las tablas, ha sido una de las experiencias más difíciles de mi vida. Llegué casi al punto de estar paralizado de angustia y terror. Mientras mis compañeros de actuación (todos jóvenes de entre 15 y 18 años) gritaban, se exaltaban, buscaban su utilería, entraban en arrebatos de hiperactividad y exclamaban sus nervios; yo estaba casi inmóvil, en un rincón, sudando, repasando mis líneas, con un nudo en el estómago y con una ganas locas de salir corriendo a mi casa.
Pasado el estreno, todo fue más fácil. Hasta pude ya disfrutar las siguientes funciones. No es que no hubiera temor o angustia, los había; pero forman parte de esos estados de ánimo que ayudan a estar alertas, creativos y en forma.
El problema es que quiero volver a actuar y estoy persiguiendo a Sandro para ver qué otra obrita podría montar. Y es que aparte de esas sensaciones de terror o miedo o angustia hay inmensas satisfacciones: el trabajo en equipo, el sentido de responsabilidad colectiva, la magia de vivir una ficción y al mismo tiempo observarla, descubrir en uno mismo los rasgos del personaje, entrar en contacto con nuestras propias emociones, alimentar esas líneas escritas que corresponden a un personaje con la emoción, el afecto, el miedo, la cólera, la humillación, la valentía, el honor, la mentira, la honestidad, la fuerza, la debilidad, el deseo, la pasividad y tantas, tantísimas otras sensaciones y emociones que sacamos de nosotros mismos para hacer vivir un texto y convertirlo en personaje. Esa experiencia es inigualable. Y si para vivirla debemos vencer nuestro propio pánico, cuánto más grato resulta.

viernes, 19 de agosto de 2011

Apocalipsis S.A.

"El cuarto ángel derramó su copa sobre el sol, al cual fue dado quemar a los hombres con fuego."
Apocalipsis, 16.8

Hace unas semanas viajé a Huancayo gracias a una amable invitación para celebrar un matrimonio. Debía subir a Huancayo el viernes por la tarde y regresar el domingo, listo para el gris lunes de trabajo.  Ya había tenido noticias de que la Carretera Central no era precisamente una carretera, pues la cantidad de tráfico que soporta esta importante vía había sobrepasado su capacidad hacía más de diez años; pero nunca pensé que la cantidad de vehículos fuera similar a la de la avenida Abancay en hora punta.
Los vehículos se movían como una gigantesca serpiente que se enrolla lentamente sobre sí misma en ese interminable zigzag que raya los Andes. En muchas ocasiones había que detenerse para dar paso a que algún trailer invadiera nuestro carril para que pudiera dar la vuelta sin tener que retroceder.
No es difícil entender la cantidad de accidentes que se registran en esa vía luego de conducir por ella. Pero lo que nunca hubiera imaginado es que una situación lamentable de tanto riesgo se incorporara a la vida cotidiana.
Digamos que si uno tiene una compañía de transportes que hace viajes Lima - Huancayo lo lógico sería buscar para la empresa un nombre neutro o, mejor aún, uno que transmita sensación de seguridad, de responsabilidad. Pero no. Ese sentido común, no funciona. Hay una empresa de transportes que hace la ruta y se llama, quizá premonitoriamente, nada más y nada menos que "Apocalipsis". Abajo del nombre de la empresa, como para calmar angustias, hay un dibujo muy parecido a la paloma de la paz de Picasso. ¿Luego del apocalipsis del viaje, descansamos en paz? Cuando vi el ómnibus exhibiendo el nombre y el dibujo, no lo pude creer. Pensé que algún afiebrado escritor realista mágico había obliterado la realidad y no pude dejar de tomarle una apurada foto, con riesgo de engrosar las exactas noticias que registran los innumerables accidentes viales que desbordan los periódicos. Casi me daban ganas de bajar y agregar "ahora", y parafrasear así esa excelente película de Coppola y provocar las iras celestiales del cuarto ángel, y hacer honor a la paz de la paloma...

miércoles, 27 de julio de 2011

Mi romero

Murió el romero de mi jardín.
Leo en Wikipedia que el romero es una planta de origen mediterráneo. Mi jardín no es meditrerráneo, pero el romero se hallaba a gusto.
A cuántos tucos, a cuántas cajas chinas de pollo o chancho, a cuántos estofados les ha cedido su savia perfumada...
Pero no sólo a los míos. En realidad, el romero de mi casa venía de una ramita del romero de casa de mi mamá, excelente cocinera, a la que este romero le cedió también sus aromas y sabores. Allá cumplió un ciclo cuando mis padres achicaron la casa vendiendo el jardín y la sala para que se construyera un edificio.
Pero mi mamá no fue la primera que hospedó a nuestro romero. El que ella cultivó venía, si mal no recuerdo, de una ramita del romero de mi tío, quien en su casa al pie de los Andes cultivaba varias plantas y hortalizas. Él también, cocinero de vocación y químico de profesión, usó los jugos y aceites del romero en sus viandas, especialmente en sus presas al horno de leña.
Por más de diez años al ir a mi jardín a cortar una ramita de romero para sazonar algún plato, evoqué su viaje por los diferentes jardines de la familia. Sentía que me prestaba aromas antiguos y queridos. Ese romero, compañero de familia por varios años, ya murió. He plantado otro, pequeño. ¿Conservará las esencias que evocaba?

domingo, 6 de marzo de 2011

Aire acondicionado

Ha dejado atrás el puente peatonal y ahora el parabrisas de la todoterreno enmarca la escena: una calle de tierra flanqueada de casas desteñidas por el sol y el polvo. Suele tomar ese camino casi a diario en esta época del año, pero esta vez es diferente. No puede dejar de preguntarse en qué casa habrá vivido Flor. Quizá hubiera sino en esa casita descuidada con una puerta flanqueada por dos ventanas, con la fachada  manchada de años; o quizá en aquella otra, más modesta aún: sólo una ventana la lado de la puerta y ladrillos sin enlucir. Quizá no fuera en ninguna de esas que ve, desde la camioneta, inmune al infierno del sol del mediodía, con las lunas levantadas y el aire acondicionado en máximo. Pero ya no importa, en realidad. No importa si es una de esas casas o ninguna. No importa, porque ya no está ahí ni en ninguna ciudad, provincia o país.

Se había enterado de todo hace unos meses por unos correos que recibió. Uno de esos grupos de correos de antiguos compañeros de clase, o barrio que se forman al impulso del entusiasmo por la nueva tecnología que promete mantener lo que la distancia y el desencuentro carcomen, y que después van descubriendo que no es la tecnología lo que los une, sino el cariño; y cuando este se desvía y se llena de otros rostros y afectos, no hay tecnología que lo rescate. Así había pasado con el grupo de compañeros con los que estudió en la universidad. Ya él no los veía, pero había enviado su dirección de correo a alguna entusiasta compañera que formó el grupo. Incluso hubo una o dos reuniones bastante frecuentadas a las que no asistió. Y luego, una mañana, en su bandeja de entrada, ese correo que anunciaba que Flor estaba mal. No daba precisiones de su mal, pero no podía ser otra cosa que grave, pues no se anuncia por correo que alguien tiene gripe o sarampión. En este caso el medio era el mensaje. Luego de unas semanas, no recordaba cuántas, llegó otro mensaje que solicitaba ayuda económica para las medicinas necesarias. Lo recibió como lo que era, una medida desesperada. No recuerda qué pasó con ese correo ni se explicó nunca por qué él, que había tenido cierto éxito en una profesión en la que se languidece de pobreza, no había respondido de inmediato. Luego de ese correo, sin embargo, no pudo dejar de tener a Flor presente. Se la imaginaba con frecuencia en un oscuro dormitorio muy pequeño de atmósfera densa, protegido de la impiedad del sol, tendida en un lecho de sábanas revueltas y sucias, quejándose quedamente cuando nadie la veía, aunque serena cuando recibía visitas.

Después de eso, leyó, casi con obsesión, los esporádicos correos que fue recibiendo. Algunos informaban de recaídas e internamientos; otros, de restablecimientos pasajeros. Hasta que llegó el correo que pedía que la fueran a visitar. Ahí estaba la dirección, ahí las señas para llegar, ahí la conciencia de que estaba sólo a unas cuadras de su casa. Era una casa sin número, un lote dentro de una manzana. Las instrucciones mencionaban el kilómetro de la autopista y como referencia, el puente peatonal, … Las señas coincidían exactamente con los lugares desastrados que él recorría con las lunas levantadas y el aire acondicionado para ir a su parcela de olvido. Nunca buscó la casa. Nunca bajó las lunas para preguntar por dónde; nunca dejó que el aire polvoriento y caliente invadiera sus pulmones.

Luego los correos se hicieron más frecuentes. Por ellos se enteró de que Flor estaba sufriendo; de que la medicina que podían adquirir había llegado a su límite; de que Flor estaba de vuelta en su casa, y sólo le quedaba esperar. Luego llegaron los correos en los que se reiteraba que la visitaran y se agregaba que oraran por ella; por último, los que decían que ya no era necesario visitarla, sólo orar. Tampoco oró. No sabía cómo hacerlo. No lo había hecho en décadas. De todos modos, no había remedio.

Ahora sólo le queda pasar por esa calle polvorienta donde su imaginación quiere que la casa de Flor se halle; casi a diario, en verano; unas tres veces al mes, en invierno. Pasar con las lunas subidas y el aire acondicionado, fresco, puro, incontaminado. Demorarse en recorrer esa calle como un ritual de disculpas y tratar inútilmente de imaginar cuál pudo haber sido su casa. Sentir el desasosiego creciendo en él, mientras la camioneta se balancea al compás de las irregularidades del camino; pero no bajar la luna, no preguntar, no acercarse, no buscar. Todavía puede presentarse y decir quién es, decir que aunque es tarde quiere presentar sus respetos a la familia; pero no lo hace. Cuando pasa por ese camino, va a su parcela de olvido y al olvido sólo se puede ir con las lunas subidas y respirando aire acondicionado.

jueves, 10 de febrero de 2011

El manguito rotador

Y ahora resulta que lo que tengo es una lesión profesional.
¿Quién no ha escuchado del codo de tenista o de las rodillas de futbolista o de los tobillos de bailarina. Bueno, los maestros ya tenemos nuestra lesión profesional.
Supongo que antes, en los tiempos de la tiza, la enfermedad magisterial era algo en los pulmones o bronquios. Pero con las pizarras acrílicas y los plumones, dejó de serlo.
Ahora, la lesión magisterial es el “hombro de profesor”.
Me enteré cuando saqué cita con el médico.
-Buenas, doctor, me duele el hombro.
-¿Cuál hombro joven? (supongo que estaba tratando de congraciarse conmigo, aunque creo que decirme joven suena más a burla).
-El derecho.
-Y ¿cuándo es que le duele?
-Cuando levanto o estiro el brazo hacia adelante o el costado... y cuando estoy echado durmiendo.
-¿Lo despierta el dolor?
-No, no es tan intenso.
-A ver. Párese aquí. Mire para allá. ¿Le duele si lo muevo ahí?
-¡Auuu!, sí.
-¿Le duele si lo muevo acá?
-¡Uyuyuy! Sí, sí, ahí también.
-Dígame, ¿usted juega béisbol o tenis?
-Doctor, yo no juego ni nintendo…
-Mmmm... ¿A qué se dedica, entonces?
-Soy profesor.
-¡Ahhh!, lo sabía, ¡ahí está! Tiene hombro de profesor.
-¿Qué?
-Claro, ¿no levanta el brazo siempre para escribir en la pizarra?
-Bueno, sí.
-Ahí está pues. De tanto repetir ese movimiento su tendón se ha resentido. Y cuando los tendones se resienten, se calcifican.
-¿Y cómo me curo?
-Hay que operar. No hay otra.
-¿Operar?
-Una artroscopía.
-Una operación ambulatoria, supongo.
-Podría ser, pero es con anestesia general y muy, muy dolorosa el primer día. Le aconsejo que duerma una noche en la clínica.
-Y la recuperación, ¿cómo es?
-Bueno, si le ponemos anclas, tendrá que estar con el brazo en cabestrillo tres a cuatro semanas y luego unos cuatro meses de rehabilitación; si no le ponemos anclas, debe comenzar a mover el brazo al día siguiente de la operación.
-Definitivamente no quiero anclas. Ni bote tengo.
-Bueno, comprenderá que no es usted el que decide eso. Que se pongan anclas o no, depende de cómo esté su tendón.
Así que, así es. Una lesión magisterial en regla cuyo nombre técnico es: tendinitis cálcica con desgarro del manguito rotador supraespinoso.
Lo de manguito suena gracioso, pero el dolor no lo es.