martes, 27 de diciembre de 2011

Ser profesor no es lo mismo que actuar




Muchos podrán pensar que por ser profesor uno es inmune a los temores y terrores de aparecer en público. Pues nada más equivocado. Es cierto que enseñar tiene algo de actuación; las clases que damos son, a fin de cuentas, una representación: la del personaje que nos inventamos para enseñar. Pero al final, esas pequeñas interpretaciones diarias van dirigidas a quienes despiertan en nosotros nuestros afectos y nuestra vocación de enseñanza. Van dirigidas al grupo casi familiar que se reúne entre un timbre y otro para ser cómplice y participante (y, además, participante obligado) de la representación de la clase del día; sea esta de redacción, de fotosíntesis o de la Segunda Guerra Mundial. Claro que nuestros estudiantes terminan siendo el público más exigente que puede haber. Ni modo, están condenados a ver la función casi todos los días. Y por eso, nos fuerzan a hacer siempre nuestras representaciones de de forma diferente, a cambiar de bromas, a variar nuestra forma de expresarnos, a ser impredecibles, a ser siempre distintos, a... en fin, a todo lo demás.
En cambio, hacer teatro es algo completamente diferente, pues supone presentarse ante un público que es distinto cada día, con el que no hay complicidad prestablecida, y con el que no podemos variar el libreto. Tenemos uno, y no podemos ser diferentes de acuerdo a las circunstancias.
Cuando Mariafé Ponce, en complicidad con Sandro Calderón, me propuso interpretar un papel en "Melocotón en almíbar" de Mihura, quedé paralizado por el pánico. Dos cosas me aterraban: una, ser capaz de soltarme y dar vida al personaje que debía representar; la otra, la peor, olvidarme de mis líneas en plena función; especialmente ahora que a mi tierna edad voy sintiendo que la memoria, que nunca tuve muy buena, comienza a serme ingrata.
El estreno de la obra, y mi estreno en las tablas, ha sido una de las experiencias más difíciles de mi vida. Llegué casi al punto de estar paralizado de angustia y terror. Mientras mis compañeros de actuación (todos jóvenes de entre 15 y 18 años) gritaban, se exaltaban, buscaban su utilería, entraban en arrebatos de hiperactividad y exclamaban sus nervios; yo estaba casi inmóvil, en un rincón, sudando, repasando mis líneas, con un nudo en el estómago y con una ganas locas de salir corriendo a mi casa.
Pasado el estreno, todo fue más fácil. Hasta pude ya disfrutar las siguientes funciones. No es que no hubiera temor o angustia, los había; pero forman parte de esos estados de ánimo que ayudan a estar alertas, creativos y en forma.
El problema es que quiero volver a actuar y estoy persiguiendo a Sandro para ver qué otra obrita podría montar. Y es que aparte de esas sensaciones de terror o miedo o angustia hay inmensas satisfacciones: el trabajo en equipo, el sentido de responsabilidad colectiva, la magia de vivir una ficción y al mismo tiempo observarla, descubrir en uno mismo los rasgos del personaje, entrar en contacto con nuestras propias emociones, alimentar esas líneas escritas que corresponden a un personaje con la emoción, el afecto, el miedo, la cólera, la humillación, la valentía, el honor, la mentira, la honestidad, la fuerza, la debilidad, el deseo, la pasividad y tantas, tantísimas otras sensaciones y emociones que sacamos de nosotros mismos para hacer vivir un texto y convertirlo en personaje. Esa experiencia es inigualable. Y si para vivirla debemos vencer nuestro propio pánico, cuánto más grato resulta.

2 comentarios:

mariella dijo...

Pareciera que enseñar es lo opuesto a actuar, al enseñar tienes que involucrarte afectivamente con tu público, al actuar estás ante tu público pero no necesariamente tienes que involucrarte con él, en realidad siguiendo a Brecht el público toma su distancia

Andriu dijo...

Imagínate lo que me está costando hablar y bailar!!!No basta con hacer uno o el otro, hay que hacer los dos, integrados, creíbles y entendibles.Pero esa adrenalinita que te hace temblar todo...no tiene precio!