domingo, 6 de marzo de 2011

Aire acondicionado

Ha dejado atrás el puente peatonal y ahora el parabrisas de la todoterreno enmarca la escena: una calle de tierra flanqueada de casas desteñidas por el sol y el polvo. Suele tomar ese camino casi a diario en esta época del año, pero esta vez es diferente. No puede dejar de preguntarse en qué casa habrá vivido Flor. Quizá hubiera sino en esa casita descuidada con una puerta flanqueada por dos ventanas, con la fachada  manchada de años; o quizá en aquella otra, más modesta aún: sólo una ventana la lado de la puerta y ladrillos sin enlucir. Quizá no fuera en ninguna de esas que ve, desde la camioneta, inmune al infierno del sol del mediodía, con las lunas levantadas y el aire acondicionado en máximo. Pero ya no importa, en realidad. No importa si es una de esas casas o ninguna. No importa, porque ya no está ahí ni en ninguna ciudad, provincia o país.

Se había enterado de todo hace unos meses por unos correos que recibió. Uno de esos grupos de correos de antiguos compañeros de clase, o barrio que se forman al impulso del entusiasmo por la nueva tecnología que promete mantener lo que la distancia y el desencuentro carcomen, y que después van descubriendo que no es la tecnología lo que los une, sino el cariño; y cuando este se desvía y se llena de otros rostros y afectos, no hay tecnología que lo rescate. Así había pasado con el grupo de compañeros con los que estudió en la universidad. Ya él no los veía, pero había enviado su dirección de correo a alguna entusiasta compañera que formó el grupo. Incluso hubo una o dos reuniones bastante frecuentadas a las que no asistió. Y luego, una mañana, en su bandeja de entrada, ese correo que anunciaba que Flor estaba mal. No daba precisiones de su mal, pero no podía ser otra cosa que grave, pues no se anuncia por correo que alguien tiene gripe o sarampión. En este caso el medio era el mensaje. Luego de unas semanas, no recordaba cuántas, llegó otro mensaje que solicitaba ayuda económica para las medicinas necesarias. Lo recibió como lo que era, una medida desesperada. No recuerda qué pasó con ese correo ni se explicó nunca por qué él, que había tenido cierto éxito en una profesión en la que se languidece de pobreza, no había respondido de inmediato. Luego de ese correo, sin embargo, no pudo dejar de tener a Flor presente. Se la imaginaba con frecuencia en un oscuro dormitorio muy pequeño de atmósfera densa, protegido de la impiedad del sol, tendida en un lecho de sábanas revueltas y sucias, quejándose quedamente cuando nadie la veía, aunque serena cuando recibía visitas.

Después de eso, leyó, casi con obsesión, los esporádicos correos que fue recibiendo. Algunos informaban de recaídas e internamientos; otros, de restablecimientos pasajeros. Hasta que llegó el correo que pedía que la fueran a visitar. Ahí estaba la dirección, ahí las señas para llegar, ahí la conciencia de que estaba sólo a unas cuadras de su casa. Era una casa sin número, un lote dentro de una manzana. Las instrucciones mencionaban el kilómetro de la autopista y como referencia, el puente peatonal, … Las señas coincidían exactamente con los lugares desastrados que él recorría con las lunas levantadas y el aire acondicionado para ir a su parcela de olvido. Nunca buscó la casa. Nunca bajó las lunas para preguntar por dónde; nunca dejó que el aire polvoriento y caliente invadiera sus pulmones.

Luego los correos se hicieron más frecuentes. Por ellos se enteró de que Flor estaba sufriendo; de que la medicina que podían adquirir había llegado a su límite; de que Flor estaba de vuelta en su casa, y sólo le quedaba esperar. Luego llegaron los correos en los que se reiteraba que la visitaran y se agregaba que oraran por ella; por último, los que decían que ya no era necesario visitarla, sólo orar. Tampoco oró. No sabía cómo hacerlo. No lo había hecho en décadas. De todos modos, no había remedio.

Ahora sólo le queda pasar por esa calle polvorienta donde su imaginación quiere que la casa de Flor se halle; casi a diario, en verano; unas tres veces al mes, en invierno. Pasar con las lunas subidas y el aire acondicionado, fresco, puro, incontaminado. Demorarse en recorrer esa calle como un ritual de disculpas y tratar inútilmente de imaginar cuál pudo haber sido su casa. Sentir el desasosiego creciendo en él, mientras la camioneta se balancea al compás de las irregularidades del camino; pero no bajar la luna, no preguntar, no acercarse, no buscar. Todavía puede presentarse y decir quién es, decir que aunque es tarde quiere presentar sus respetos a la familia; pero no lo hace. Cuando pasa por ese camino, va a su parcela de olvido y al olvido sólo se puede ir con las lunas subidas y respirando aire acondicionado.

1 comentario:

andrea dijo...

nunca es tarde para bajar un poco la ventana y sentir que hay más alla del aire acondicionado...